domingo, 10 de agosto de 2014

-¡Es cosa de negros!- Ana Martín

Santa Rosa, Febrero /13 - Especial para Caldenia - La Arena

Cuando las palabras establecen  jerarquías entre las personas.



Con frecuencia se escuchan frases como ésta. Algunas veces con convicción, otras con liviandad, sumando a las palabras un guiño cómplice con el interlocutor, como intentando aliviar la gravedad de lo que se asevera, como si la sonrisa quisiera desmentir la crudeza de lo dicho. Y  en esa  línea el  hablante  puede llegar a decir que no  se refiere a los negros de verdad sino de los otros, a los de acá, a los que viven en las afueras, a los que hacen las cosas mal. Cobrizos, aceitunados… ¿Será cuestión de tonalidad, entonces? ¿O habrá algo más? El prejuicio racial  funda su pre-juicio sobre el otro a partir del color de la piel,  haciéndose portavoz de la tradición que en  nuestra cultura  asocia el color negro  con  lo oscuro y  tenebroso, con la marginalidad y hasta con la delincuencia.

La pintura construyó modelos de  personas

En la cultura occidental y cristiana la pintura ha servido para  representar el mundo y la manera de ver el mundo desde el  Medioevo arte estaba ligado a lo religioso. En esos cuadros que representaron infinitamente  los hechos de la historia sagrada,  siempre la figura de la Virgen María y la de Jesús,  fuese  niño o adulto, tenían la  piel   blanca y cabellos claros. Las mismas características tuvieron las representaciones  de los miembros de la nobleza, reyes y príncipes, cuando en el Renacimiento aparecieron  temáticas profanas. Se fue construyendo así un modelo de personas asociadas a un ideal de personas, de quienes representaban a lo  más alto de la escala humana.  Este modelo  fue traído por los españoles cuando llegaron a  tierras americanas, y lo mismo hicieron otros países europeos cuando en su afán de obtener mercados y materias primas  llegaron a tierras de Africa o a los países de  Oriente.
Los recién llegados instauraron un sistema de poder político, militar y económico sobre el que  sustentaron  una superioridad  material que atribuyeron a sus condiciones personales entendidas como  naturales, desde donde legitimaron su accionar por sobre  los colonizados. Los colonizadores obraron desde la convicción de  que la polarización entre lo blanco y el negro, entre cristianos y los que no lo eran se justificaba en una suerte de reparto natural de bienes. La diferencia  fue   sustentada  en la raza, en la etnia y en la configuración corporal, de manera que quienes quedaban colocados en la posición de dominados estaban destinados a someterse al orden de los recién llegados, que disponían hasta de su derecho a la vida, desde un poder legitimado por  su supuesta inferioridad.
Franz Fanon puso el acento en el desconocimiento de la identidad de los negros de Argelia, diciendo cómo para los dominadores la condición humana de los colonizados era reducida a lo que les interesaba obtener, que era  su capacidad de trabajo al servicio de la nación colonizadora. Edward Said ha hablado de la construcción del Orientalismo de parte de la cultura occidental asociada a la búsqueda de riquezas,  como la construcción de una forma de pensar que justificaba la inferioridad atribuída a los países invadidos en  modalidades de vida y de cultura propias de  un menor desarrollo económico  relativo. Pueblos milenarios fueron calificados como incapaces a partir de rasgos o condiciones que eran vistos como ausentes desde la mirada del invasor, entre ellos el color de piel,  que asociaban  a esa conformación supuestamente inferior que servía  como justificación a la  expoliación de sus recursos. Lo diferente fue negado, tanto como desconocido. Fue así que ni  el negro, ni el árabe ni el indígena americano tuvieron entidad como sujetos,  sino que fueron considerados  la contraparte negativa de lo blanco, como sus creencias fueron privadas de reconocimiento frente al cristianismo.
Las personas en condición de esclavos en el contexto del colonialismo eran vaciadas de su  valor, dice Homi Bhabha, hasta  hacerlos invisibles, hasta privarles de su faz humana y limitar su condición humana a la función laboral a la que están destinados. Cualquier desvío del lugar asignado en el marco de esas relaciones connotaba a esa persona  con rasgos francamente negativos, asociando  sus conductas de rebeldía con maldades propias, intrínsecas, sin considerar el contexto de usurpación y de sometimiento al que estaban sometidos. Alguna vez esa violencia produjo el movimiento libertario de los esclavos negros de Haití, cuando que protagonizaron el primer levantamiento en territorio americano frente al sistema colonial.
La dualidad blanco-negro en realidad no fue  tal, sino que expresaba el imperio de un rasgo, sea la piel o la religión o cualquier otro, como el  único modo de ser posible. Queda claro que la  polarización blanco-negro no tuvo que ver con el conocimiento, más bien obedeció  a la necesidad de jerarquizar uno de los polos en contraposición a su opuesto.

De lo económico a lo cultural

Como si fueran el tronco de un árbol, los colonizadores europeos asentaron su propio color como modelo ideal y se situaron como centro, una  posición centrada en un supuesto lugar del bien y de lo que debía ser, a partir de la cual  comenzaba a aplicarse una escala degradante que hacía a los naturales más inferiores según se alejaran más del modelo único establecido como parámetro. Lo mismo podía ocurrir con la lengua, o con la religión. Lo valorizado era el centro, mientras que las ramas iban perdiendo jerarquía a medida que se alejaban.
Si volvemos a los tiempos actuales y la frase que nos ocupa, tantos años después que los países colonizados iniciaran y llevaran a cabo sus difíciles movimientos independistas,  la vigencia de esta forma de percibir y de decir en las relaciones sociales. Las formas de pensar se realimenta a través de  un  lenguaje que  lleva a las personas a repetir frases hechas, acuñadas a través de los tiempos de manera impensada,  replicando en el ahora el mecanismo fundante del racismo, que es la asociación del mal con   determinados rasgos étnicos o características  físicas.
Puede ser por su color de piel, “es un negrito”  o “negrita”, puede ser porque es pobre o porque se arregla de cierta manera, puede ser  que se trate de una  mujer, y entonces pueden justificarse los abusos, y hasta  que la maten en una orgía de poderosos. Como sucedió con María Soledad en Catamarca, de la que se decía que era una  “chinita”, con esa manera de aludir al mestizaje de una mujer  pobre. El prejuicio racial se repite y se realimenta  hasta en los niños, que muy tempranamente aprenden en la escuela a burlarse de quien o de quienes  se alejan del modelo convencionalmente  valorizado.
En el juego social los así nombrados  quedan  ubicados en un lugar de menor jerarquía social que los hace vulnerables, como si con ellos/ellas se pudiera avanzar con cierta impunidad. La  vulnerabilidad social se debe a que es como si para ellos hubiera otras leyes que las enunciadas, o como si las leyes establecidas no siempre les garantizaran a ellos los mismos derechos que a otros.  En ese doble parámetro es que van a estar no sólo desprotegidos, con expectativas de crecimiento y de vida más acotadas, en posición cercana al amedrentamiento, o actuando  con rebeldía franca. Quienes por generaciones  han sido señalados  como diferentes, cuando su diferencia ha sido y es estigmatizada desde los otros, tendrían pocos elementos para suponer que  serían escuchados. Peor aún, quizás asuman que ser estigmatizados forma parte de su condición, como lo ha venido  siendo a través del tiempo y diferentes contextos. Se puede construir así, desde lo social, a personas temerosas, inseguras.
 Otros recurren a la violencia, pero no por causas intrínsecas o naturales sino porque vienen soportando el prejuicio social en sutiles formas que habrá que indagar para descubrir y desmontar.  Desde o marginal, entre la evasión y el camino aparentemente fácil para la obtención de dinero  para quienes no han podido incluirse dentro de las maneras aceptables en el marco de la ley, pueden entrar con facilidad en el mundo del tráfico y el consumo de drogas. Desde el lugar de la transgresión franca entran a la vida marginal, pasan a ser “malandras” y ya entonces sí, francamente vigilados, perseguidos o utilizados. Dejan de tener una vida para jugar con la muerte. Una muerte anunciada, un destino marcado.
Del otro lado,  el de los europeos o rubios, del lado de  los que tienen  poder económico, para los que pueden acceder a la educación y al consumo, se podrán repetir frases como la que nos ocupa sin reconocerse como  racistas,  porque ellos, dicen, tienen un amigo o cliente judío o  negro, hasta un peluquero homosexual que es divino, y además pueden decir  que su mujer no tiene de qué quejarse … “si la tiene como a una reina!”.

La reproducción del prejuicio

El prejuicio ancestral sirve al presente, a esa parte de personas que entienden que para pertenecer tienen que pararse sobre otros. Al racismo no le interesa el otro, conocer al otro,  sino establecer una escala de poder para entronizar a unos en desmedro de otros. De esta forma hoy se sigue utilizando a quienes son colocados en los lugares más bajos de la escala o más alejados del centro, para  obtener el poder de situarse en un lugar superior dentro de cierta jerarquía social.
El máximo triunfo del prejuicio racial ha sido sobrevivir al orden del tiempo y de la realidad  que les dio origen para llegar a estar vigente en la actualidad y poder repetirse a través de frases que perduran  como  una suerte de verdad, tan verdad será que no se las piensa, que se  repiten sin crítica alguna. Sin atender a las consecuencias de lo que se dice en el otro. Es que desde el punto de vista del racismo no hay exterior, no hay personas afuera, sino únicamente personas que deberían ser “como uno”, “como nosotros”. El crimen del otro es ser diferente al modelo ideal, esa idealidad cuyos antecedentes hemos tratado de hilar.
Para el pensamiento racista la diferencia es imperdonable porque pone en cuestión la centralidad de ese Uno que desde la historia lo señala como centro. Si hay otros  no habría centro, no habría un punto de lo que está bien, y entonces se perdería ese eje que sustenta la identidad  como lugar seguro, de los unos como contrapuesta a los otros. La denigración de  esos “otros” pretende destacar lo bueno que quiero que se vea en mí, sin correr el riesgo que se me confunda. Degradar al otro es una forma de afirmar un lugar de poder por medio de esa frase que los separa,  los opone y los denigra. Desde allí se resiste a  lo distinto, pero también se espera ganar algo en la repetición del mecanismo de exclusión, que es avanzar en la aproximación hacia el lugar deseado, hacia  lo más alto de la escala social, pero adonde quisieran estar, adonde  se espera “pertenecer”.
El triunfo del racismo es que no se lo piensa, pero se lo actúa y se los trasmite en las palabras y en los hechos, porque se naturaliza, y cuando las cosas se han aceptado como “naturales” pareciera que no hay porqué pensarlas, porque es como aceptar que hay un orden que nos viene dado: por Dios, por la naturaleza, y que de alguna forma lo predeterminado de ese orden nos alivia de pensar.

Si todos estamos marcados por la historia de nuestra cultura, por la lengua y por los estereotipos que ella trasmite, quizás haya que estar muy atentos en relación a nuestras palabras que nos hablan, que hablan a través de nosotros siendo colectivas. Si coinciden con lo que pensamos o si las repetimos en forma banal, sin pensar en sus implicancias, de manera  irresponsable. Es que desde la banalidad, ya lo sabemos, se han podido  cometer lo s peores crímenes. 

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