Santa Rosa, Febrero /13 - Especial para Caldenia - La Arena
Cuando las palabras establecen jerarquías entre las personas.
Con frecuencia se
escuchan frases como ésta. Algunas veces con convicción, otras con liviandad,
sumando a las palabras un guiño cómplice con el interlocutor, como intentando
aliviar la gravedad de lo que se asevera, como si la sonrisa quisiera desmentir
la crudeza de lo dicho. Y en esa línea el hablante
puede llegar a decir que no se
refiere a los negros de verdad sino de los otros, a los de acá, a los que viven
en las afueras, a los que hacen las cosas mal. Cobrizos, aceitunados… ¿Será
cuestión de tonalidad, entonces? ¿O habrá algo más? El prejuicio racial funda su pre-juicio sobre el otro a partir
del color de la piel, haciéndose portavoz
de la tradición que en nuestra cultura asocia el color negro con lo
oscuro y tenebroso, con la marginalidad
y hasta con la delincuencia.
La pintura construyó modelos de personas
En la cultura
occidental y cristiana la pintura ha servido para representar el mundo y la manera de ver el
mundo desde el Medioevo arte estaba
ligado a lo religioso. En esos cuadros que representaron infinitamente los hechos de la historia sagrada, siempre la figura de la Virgen María y la de
Jesús, fuese niño o adulto, tenían la piel
blanca y cabellos claros. Las mismas características tuvieron las
representaciones de los miembros de la
nobleza, reyes y príncipes, cuando en el Renacimiento aparecieron temáticas profanas. Se fue construyendo así
un modelo de personas asociadas a un ideal de personas, de quienes
representaban a lo más alto de la escala
humana. Este modelo fue traído por los españoles cuando llegaron a
tierras americanas, y lo mismo hicieron
otros países europeos cuando en su afán de obtener mercados y materias primas llegaron a tierras de Africa o a los países de
Oriente.
Los recién llegados
instauraron un sistema de poder político, militar y económico sobre el que sustentaron
una superioridad material que atribuyeron
a sus condiciones personales entendidas como naturales, desde donde legitimaron su accionar
por sobre los colonizados. Los
colonizadores obraron desde la convicción de que la polarización entre lo blanco y el
negro, entre cristianos y los que no lo eran se justificaba en una suerte de
reparto natural de bienes. La diferencia fue sustentada
en la raza, en la etnia y en la configuración corporal, de manera que
quienes quedaban colocados en la posición de dominados estaban destinados a
someterse al orden de los recién llegados, que disponían hasta de su derecho a
la vida, desde un poder legitimado por su supuesta inferioridad.
Franz Fanon puso el
acento en el desconocimiento de la identidad de los negros de Argelia, diciendo
cómo para los dominadores la condición humana de los colonizados era reducida a
lo que les interesaba obtener, que era su capacidad de trabajo al servicio de la
nación colonizadora. Edward Said ha hablado de la construcción del Orientalismo
de parte de la cultura occidental asociada a la búsqueda de riquezas, como la construcción de una forma de pensar
que justificaba la inferioridad atribuída a los países invadidos en modalidades de vida y de cultura propias de un menor desarrollo económico relativo. Pueblos milenarios fueron
calificados como incapaces a partir de rasgos o condiciones que eran vistos
como ausentes desde la mirada del invasor, entre ellos el color de piel, que asociaban a esa conformación supuestamente inferior que servía como justificación a la expoliación de sus recursos. Lo diferente fue
negado, tanto como desconocido. Fue así que ni
el negro, ni el árabe ni el indígena americano tuvieron entidad como
sujetos, sino que fueron
considerados la contraparte negativa de
lo blanco, como sus creencias fueron privadas de reconocimiento frente al
cristianismo.
Las personas en
condición de esclavos en el contexto del colonialismo eran vaciadas de su valor, dice Homi Bhabha, hasta hacerlos invisibles, hasta privarles de su faz
humana y limitar su condición humana a la función laboral a la que están
destinados. Cualquier desvío del lugar asignado en el marco de esas relaciones
connotaba a esa persona con rasgos
francamente negativos, asociando sus
conductas de rebeldía con maldades propias, intrínsecas, sin considerar el contexto
de usurpación y de sometimiento al que estaban sometidos. Alguna vez esa
violencia produjo el movimiento libertario de los esclavos negros de Haití,
cuando que protagonizaron el primer levantamiento en territorio americano
frente al sistema colonial.
La dualidad
blanco-negro en realidad no fue tal,
sino que expresaba el imperio de un rasgo, sea la piel o la religión o
cualquier otro, como el único modo de ser posible. Queda claro que la polarización blanco-negro no tuvo que ver con
el conocimiento, más bien obedeció a la
necesidad de jerarquizar uno de los polos en contraposición a su opuesto.
De lo económico a lo cultural
Como si fueran el
tronco de un árbol, los colonizadores europeos asentaron su propio color como
modelo ideal y se situaron como centro, una
posición centrada en un supuesto lugar del bien y de lo que debía ser, a
partir de la cual comenzaba a aplicarse
una escala degradante que hacía a los naturales más inferiores según se
alejaran más del modelo único establecido como parámetro. Lo mismo podía
ocurrir con la lengua, o con la religión. Lo valorizado era el centro, mientras
que las ramas iban perdiendo jerarquía a medida que se alejaban.
Si volvemos a los
tiempos actuales y la frase que nos ocupa, tantos años después que los países
colonizados iniciaran y llevaran a cabo sus difíciles movimientos independistas,
la vigencia de esta forma de percibir y
de decir en las relaciones sociales. Las formas de pensar se realimenta a
través de un lenguaje que lleva a las personas a repetir frases hechas,
acuñadas a través de los tiempos de manera impensada, replicando en el ahora el mecanismo fundante
del racismo, que es la asociación del mal con determinados rasgos étnicos o características físicas.
Puede ser por su color
de piel, “es un negrito” o “negrita”,
puede ser porque es pobre o porque se arregla de cierta manera, puede ser que se trate de una mujer, y entonces pueden justificarse los
abusos, y hasta que la maten en una
orgía de poderosos. Como sucedió con María Soledad en Catamarca, de la que se
decía que era una “chinita”, con esa
manera de aludir al mestizaje de una mujer pobre. El prejuicio racial se repite y se
realimenta hasta en los niños, que muy
tempranamente aprenden en la escuela a burlarse de quien o de quienes se alejan del modelo convencionalmente valorizado.
En el juego social
los así nombrados quedan ubicados en un lugar de menor jerarquía social
que los hace vulnerables, como si con ellos/ellas se pudiera avanzar con cierta
impunidad. La vulnerabilidad social se
debe a que es como si para ellos hubiera otras leyes que las enunciadas, o como
si las leyes establecidas no siempre les garantizaran a ellos los mismos
derechos que a otros. En ese doble
parámetro es que van a estar no sólo desprotegidos, con expectativas de
crecimiento y de vida más acotadas, en posición cercana al amedrentamiento, o
actuando con rebeldía franca. Quienes
por generaciones han sido señalados como diferentes, cuando su diferencia ha sido
y es estigmatizada desde los otros, tendrían pocos elementos para suponer
que serían escuchados. Peor aún, quizás
asuman que ser estigmatizados forma parte de su condición, como lo ha
venido siendo a través del tiempo y
diferentes contextos. Se puede construir así, desde lo social, a personas
temerosas, inseguras.
Otros recurren a la violencia, pero no por
causas intrínsecas o naturales sino porque vienen soportando el prejuicio
social en sutiles formas que habrá que indagar para descubrir y desmontar. Desde o marginal, entre la evasión y el camino
aparentemente fácil para la obtención de dinero
para quienes no han podido incluirse dentro de las maneras aceptables en
el marco de la ley, pueden entrar con facilidad en el mundo del tráfico y el
consumo de drogas. Desde el lugar de la transgresión franca entran a la vida
marginal, pasan a ser “malandras” y ya entonces sí, francamente vigilados,
perseguidos o utilizados. Dejan de tener una vida para jugar con la muerte. Una
muerte anunciada, un destino marcado.
Del otro lado, el de los europeos o rubios, del lado de los que tienen poder económico, para los que pueden acceder a
la educación y al consumo, se podrán repetir frases como la que nos ocupa sin
reconocerse como racistas, porque ellos, dicen, tienen un amigo o cliente
judío o negro, hasta un peluquero
homosexual que es divino, y además pueden decir que su mujer no tiene de qué quejarse … “si la
tiene como a una reina!”.
La reproducción del prejuicio
El prejuicio
ancestral sirve al presente, a esa parte de personas que entienden que para
pertenecer tienen que pararse sobre otros. Al racismo no le interesa el otro,
conocer al otro, sino establecer una
escala de poder para entronizar a unos en desmedro de otros. De esta forma hoy
se sigue utilizando a quienes son colocados en los lugares más bajos de la
escala o más alejados del centro, para
obtener el poder de situarse en un lugar superior dentro de cierta
jerarquía social.
El máximo triunfo del
prejuicio racial ha sido sobrevivir al orden del tiempo y de la realidad que les dio origen para llegar a estar vigente
en la actualidad y poder repetirse a través de frases que perduran como
una suerte de verdad, tan verdad será que no se las piensa, que se repiten sin crítica alguna. Sin atender a las
consecuencias de lo que se dice en el otro. Es que desde el punto de vista del
racismo no hay exterior, no hay personas afuera, sino únicamente personas que
deberían ser “como uno”, “como nosotros”. El crimen del otro es ser diferente
al modelo ideal, esa idealidad cuyos antecedentes hemos tratado de hilar.
Para el pensamiento
racista la diferencia es imperdonable porque pone en cuestión la centralidad de
ese Uno que desde la historia lo señala como centro. Si hay otros no habría centro, no habría un punto de lo que
está bien, y entonces se perdería ese eje que sustenta la identidad como lugar seguro, de los unos como
contrapuesta a los otros. La denigración de esos “otros” pretende destacar lo bueno que
quiero que se vea en mí, sin correr el riesgo que se me confunda. Degradar al
otro es una forma de afirmar un lugar de poder por medio de esa frase que los
separa, los opone y los denigra. Desde
allí se resiste a lo distinto, pero
también se espera ganar algo en la repetición del mecanismo de exclusión, que
es avanzar en la aproximación hacia el lugar deseado, hacia lo más alto de la escala social, pero adonde
quisieran estar, adonde se espera
“pertenecer”.
El triunfo del
racismo es que no se lo piensa, pero se lo actúa y se los trasmite en las
palabras y en los hechos, porque se naturaliza, y cuando las cosas se han
aceptado como “naturales” pareciera que no hay porqué pensarlas, porque es como
aceptar que hay un orden que nos viene dado: por Dios, por la naturaleza, y que
de alguna forma lo predeterminado de ese orden nos alivia de pensar.
Si todos estamos
marcados por la historia de nuestra cultura, por la lengua y por los
estereotipos que ella trasmite, quizás haya que estar muy atentos en relación a
nuestras palabras que nos hablan, que hablan a través de nosotros siendo
colectivas. Si coinciden con lo que pensamos o si las repetimos en forma banal,
sin pensar en sus implicancias, de manera irresponsable. Es que desde la banalidad, ya
lo sabemos, se han podido cometer lo s peores
crímenes.
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